Por desgracia,
me estoy empezando a acostumbrar a no tener navidades. O, al menos, a no disfrutarlas
como quisiera, que realmente quisiera que fuera mucho porque se tratan de mis
fiestas preferidas.
Las de 2016 simplemente no
existieron para mí. Ya estaba siendo objeto de la degradación de la que fui
objeto en mi empresa, con lo que mi autoestima se encontraba por los suelos. Y
aparte, mi suegro se encontraba en fase terminal, lo que me hizo pasar la
Nochebuena y la Nochevieja en la habitación sombría del hospital decadente en
el que acabó descansando en paz pasados unos cuantos días. Qué gran hombre fue y cuánto me acuerdo de él.
Pero es que las del 2018 no
pintan mucho mejor, por razones que son obvias y ya expliqué en el post anterior, en este, en este otro o incluso con mayor crudeza en este. En este caso, me temo,
la reclusión será en mis propios pensamientos. En mi propio temor al inicio de la cuenta atrás. En mi mundo interior, pues no
estoy precisamente para interactuar y mucho menos para celebraciones. Cumpliré
las que entienda que son del agrado de mi hija, como la cabalgata de Reyes,
pero en pocas más me veo, porque a pocas más me voy a prestar más allá de las
que me obligarán a cumplir con el rigor de las típicas cenas. Y todo única y exclusivamente por mi mujer, que se lo sigue mereciendo todo por su extraordinario comportamiento y comprensión.
Las que me están haciendo pasar unos cuantos hijos de puta que encima presumen de serlo. Si tengo ganas, ya lo contaré en otra ocasión.
Por hoy ya está bien de escribir.
Por hoy ya está bien de escribir.
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