lunes, 3 de diciembre de 2018

LA CARETA


Hace quince, veinte años, el actor norteamericano Bill Cosby era el yerno que soñaban tener todas las suegras del planeta. Era considerado el hombre ideal, el marido complaciente, cariñoso y comprensivo, el vecino adorable. En definitiva, se trataba del mismísimo padre de América, que es como le denominaban con frecuencia diferentes periódicos estadounidenses. Su don para la comedia, la complicidad que generaba en el espectador o los aplausos que despertaba en los medios lo convertían en una auténtica celebridad, en un modelo a seguir…hasta que se le cayó la careta y se descubrió que se trataba de un incorregible depredador sexual.




Que es lo que me temo que tarde o temprano sucederá con el que ha sido uno de mis más severos acosadores. Por mor de su habilidades con la pluma, que no del olfato periodístico que tiene severamente constipado, se trata de un referente local. Merced a su facilidad para componer análisis bien articulados, que no coherentes o ajustados al conocimiento, su voz es muy  tenida en cuenta.  Y gracias al extraordinario –y hasta ahora irrepetible– impulso empresarial que recibió desde un primer momento, vaya usted a saber si por influencias familiares o por qué, se erigió en una figura temida más que respetada. Especialmente por sus propios compañeros, a los que en la intimidad de la redacción trata con prepotencia y soberbia. En plan déspota.

Pero estoy seguro, decía, de que tarde o temprano también se le caerá la careta ante la sociedad y se conocerá de qué pasta está verdaderamente hecho, tal y como le sucedió al intérprete. Y entonces de nada le servirá todo lo anterior. Ni tan siquiera su discurso cambiante -tengo unos principios y si no les gustan otros- o su sobre-exposición en las redes sociales. Esas de las que presume constantemente, pero en las que sólo se trata de un ridículo monarca en su trono de paja, gobernando orgulloso su reino de farsa.


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