Mi madre asegura que fue una
cocinita con la que podía preparar mis propios platos, con la que demostraba que
fui un niño alejado de los patrones habituales, pero la verdad es que yo no estoy seguro de cuál
fue el regalo que más ilusión me hizo recibir de los Reyes Magos. Quizás, una
bicicleta de trial. O, quizás, un
futbolín. O, a lo mejor, simplemente fueran esas montañas de tebeos que dejaban
depositadas también en la mesa camilla y que leía y releía, incluso cuando comía o cenaba.
Una costumbre que fui adaptando a otro tipo de lecturas –generalmente, medios
digitales– y formatos –tipo tablet– y así sigo manteniendo ahora que se me
puede llegar a reconocer en la calle
como al “señor” del anuncio de Coca Cola
al que le piden que devuelva una pelota.
El caso es que la del 6 de
enero siempre fue mi festividad preferida, antes incluso que mi propio cumpleaños por la alta carga de
emotividad que la envolvía. Los días previos los vivía con emoción desbordada, aunque también con la incertidumbre propia
de desconocer si Sus Majestades darían por cumplidos mis deseos.
Por alguna extraña razón que sólo comprendí
cuando me fui haciendo mayor, tenía claro que serían menos generosos que con algunos de mis amigos. Pero siempre,
siempre, cumplían con las expectativas creadas, con independencia de marcas y
modelos. Y eso no hacía sino alentarme cada día 5 a repetir un ritual: acostarme no
muy tarde y no dormirme antes de repasar las últimas ilusiones. Después, ya
llegaba ese mágico momento de dejarse despertar a la más mínima interrupción,
recorrer con sigilo el pasillo, asomarse desde la puerta a la mesa del comedor,
otear desde la distancia los regalos y regresar raudo y veloz al cuarto para
intercambiar impresiones con mi hermano, que es quien me había antecedido en la maniobra y con quien compartía finalmente
el privilegio de salir ya de manera definitiva y disfrutar con lo que nos habían dejado.
Pues bien, bastantes años
después la existencia de mi hija me está haciendo rememorar aquellos momentos inigualables. Es muy pequeña aún, pues ni siquiera ha
cumplido el año, pero ya he comenzado a imbuirle en la tradición llevándola a
la cabalgata. Y ahora quedo a la espera de que se duerma para poder recibir a
los Reyes y que le dejen en el comedor sus regalos y los de mi mujer. Qué bonito. Ya está en marcha mi particular retorno a la inocencia. Gracias, mi reina.
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