Con no tanta frecuencia como desearía, pero sí muy a
menudo, le doy los buenos días a mi hija
con una canción que he inventado con toda la intención para la ocasión. “Otrooo
díaaa, otroooo díaaa, para cantar, para bailar, para jugar, para dormir, para
llorar, para pipí, para popó, para papá, para mamá”, le recito varias veces
mientras la zarandeo e intento que empiece a comprender que existen multitud de cosas para encarar con buen ánimo las horas que tiene por delante. Para que viva en plenitud y saboree hasta lo más insignificante. Es la máxima que me marqué al comprender que los recién nacidos llegan al mundo con el ‘disco duro’ vacío y que
le acabarán haciendo frente bajo las premisas fundamentales que le sean
inculcadas desde su más tierna infancia. La que ahora la retrata como un verdadero angelito.
Con mucha más frecuencia de la que desearía su padre ha
venido encarando el amanecer con un tipo diferente de ‘otro día’. Cuando estaba siendo objeto de ‘mobbing’,
con una tos atropellada que dicen que era fruto de la ansiedad, de la angustia
que le ocasionaba el saber que iba quedar
sometido nuevamente a sus acosadores. Y
ahora que se encuentra de baja, con una desgana y apatía que es fruto de la oscuridad que percibe en su
laberinto personal y que trata de combatir con medicación y con la fuerza que le insuflan terceros para
encontrar una salida. En un contexto de familia desestructurada por la
separación de sus padres a él le fueron programando bajo otras premisas: rendir,
producir, alcanzar la excelencia y ser responsable, muy responsable, frente a
las diferentes encrucijadas de la vida. Y a fe que esto también le está resultando
un lastre y le ha impedido reparar en muchos de los placeres de la vida.
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