Otra de las consecuencias de
haberme entregado en cuerpo y alma a la empresa que tan mal me acabó tratando
fue que me fui distanciando de los pocos amigos de verdad que uno tiene en la
vida. Por eso, cuando comencé a percibir un poco de claridad en el laberinto en
el que me encuentro ahora empecé a tender puentes hacia aquellos que por sus
obras o sus formas de ser me resultan insustituibles. O, mejor dicho,
imprescindibles.
Y una de las primeras
puertas a la que toqué fue a la de ella. La de alguien que era tan
especial que, llegado el momento, dejé volar libre por su propio bien y también, por el mío. Pero con la que creé una relación de amistad tan sincera y profunda que no marchitó al paso de
diez años.
Así, celebro sentirla
nuevamente en la cercanía pese a que se encuentre físicamente a más de mil
kilómetros. Y celebro también haber alcanzado la hondura necesaria en la relación como para
poder referirle sin tapujos el cómo y el por qué de la separación, que, en
honor a la verdad, no fue consecuencia de mi obcecada vocación. No, en este caso, la
dedicación plena a mi oficio ‘sólo’ originó el retraso en el reencuentro. En la re-bienvenida a una
persona a la que aprecio muchísimo y que me ha demostrado tener muy frescos ciertos recuerdos pese a que ahora dice tener memoria de pez, a lo que yo respondo que
aceptamos barco como animal acuático. O de compañía. Con la suya, estoy seguro, me ayudará a salir del laberinto.
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